Thursday, January 14, 2010

Crónicas desde las nubes. Capítulo dos. Lejanía

Tres mil ochocientos noventa y seis kilómetros no son suficientes.

Solo son un día y medio de viaje en carretera, y que son treinta y seis horas comparadas con las veintiséis mil doscientas ochenta horas que me dediqué completamente a querer recorrer el camino que me condujera a ti.

Tres millones ciento cincuenta y tres mil seiscientos kilómetros de camino sin llegar nunca a ningún lado.

Al final, me terminé los zapatos con los empecé a caminarte, me terminé los pies y sus muñones. Me acabé el agua del camino y del cuerpo, se me acabo la sed. Comí de todo, incluyendo mis propios sueños, mi dolor y tus lágrimas. Me atraganté con mentiras o verdades a medias, con secretos que dejaron de serlo. Me insolé con el destello de tu futuro y me desbarranqué en lo que pensé era piso firme. Me cansé de mí y de mis veredas imaginarias, de mis caminos llenos de nada. Me acabé el camino desesperadamente, y corrí hacía ningún lado tan de prisa que nunca me detuve a ver por donde deje huella. En mi solo se apoderó la angustia de llegar, de cruzar una frontera en ti y en tu cuerpo. Atravesarte toda de polo a polo, buscando hacer fotografías de viaje o dibujos rápidos de tu belleza, capturarte toda en un solo viaje inacabable. Pero resulto ser que eres una sierra impenetrable por mi paso. No tuve pasaporte para cruzar la línea fronteriza de tus labios, ni tuve con que cruzar tus cordilleras o como esquivar tus arrecifes.

Al final, tu geografía me detuvo. Me hizo ver tu mapa de muy lejos, cruzada por otros que no eran yo, atravesada por tus sentimientos de ser otra en otros lados lejos de mi y mi vano intento de trazarte en mi piel. De dibujarme tus orillas en la punta de los dedos.

Tú y todas las cosas, vistas con la suficiente lejanía, se vuelven insignificantes, pequeñas y abarcables. Aún así, tres mil ochocientos noventa y seis kilómetros de por medio no han sido suficientes para hacerte parecer disminuida. Para reducirte a un paso de distancia, a un charco que se brinca con facilidad, a un pedazo de pasto ahogado entre adoquines, a un jardín, o un parque que ofrece una banca al viajero cansado de haberse perdido en tres mil ochocientos noventa y seis kilómetros huyendo de si mismo.

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